jueves, 7 de diciembre de 2006

LOS CAMINOS DEL MUNDO

LOS CAMINOS DEL MUNDO
EL VAGABUNDO DE VALPARAÍSO
Valparaíso está muy cerca de Santiago. Lo separan tan solo las hirsutas montañas en cuyas cimas se levantan, como obeliscos, grandes cactus hostiles y floridos. Sin embargo, algo infinitamente indefinible distancia a Valparaíso de Santiago. Santiago es una ciudad prisionera, cercada por sus muros de nieve. Valparaíso, en cambio, abre sus puertas al infinito mar, a los gritos de las calles, a los ojos de los niños.
En el punto más desordenado de nuestra juventud nos metíamos de pronto, siempre de madrugada, siempre sin haber dormido, siempre sin un centavo en los bolsillos, en un vagón de tercera clase. Eramos poetas o pintores de poco más o poco menos veinte años, provistos de una valiosa carga de locura irreflexiva que quería emplearse, extenderse, estallar. La estrella de Valparaíso nos llamaba con su pulso magnético.
Sólo años después volví a sentir desde otra ciudad ese mismo llamado inexplicable. Fue durante mis años en Madrid. De pronto, en una cervecería, saliendo de un teatro en la madrugada, o simplemente andando por las calles, oía la voz de Toledo que me llamaba, la muda voz de sus fantasmas, de su silencio. Y a esas altas horas, junto con amigos tan locos como los de mi juventud, nos largábamos hacia la antigua ciudadela calcinada y torcida. A dormir vestidos sobre las arenas del Tajo, bajo los puentes de piedra.
No sé por qué, entre mis viajes fantasiosos a Valparaíso, uno se me ha quedado grabado, impregnado por un aroma de hierbas arrancadas a la intimidad de los campos: íbamos a despedir a un poeta y a un pintor que viajarían a Francia en tercera clase. Como entre todos no teníamos para pagar ni el más ratonil de los hoteles, buscamos a Novoa, uno de nuestros locos favoritos del gran Valparaíso. Llegar a su casa no era tan simple. Subiendo y resbalando por colinas y colinas hasta el infinito, veíamos en la oscuridad la imperturbable silueta de Novoa que nos guiaba.
Era un hombre imponente, de barba poblada y gruesos bigotazos. Los faldones de su vestimenta oscura batían como alas en las cimas misteriosas de aquella cordillera que subíamos ciegos y abrumados. El no dejaba de hablar. Era un santo loco, canonizado exclusivamente por nosotros, los poetas. Y era, naturalmente, un naturalista; un vegetariano vegetal. Exaltaba las secretas relaciones, que sólo él conocía, entre la salud corporal y los dones connaturales de la tierra. Nos predicaba mientras marchaba; dirigía hacia atrás su voz tenante, como si fuéramos sus discípulos. Su figura descomunal avanzaba como la de un san Cristóbal nacido en los nocturnos, solitarios suburbios.
Por fin llegamos a su casa, que resultó ser una cabaña de dos habitaciones. Una de ellas la ocupaba la cama de nuestro san Cristóbal. La otra la llenaba en gran parte un inmenso sillón de mimbre, profusamente entrecruzado por superfluos rosetones de paja y extraños cajoncitos adosados a sus brazos; una obra maestra del estilo Victoriano. El gran sillón me fue asignado para dormir aquella noche. Mis amigos extendieron en el suelo los diarios de la tarde y se acostaron parsimoniosamente sobre las noticias y los editoriales.
Pronto supe, por respiraciones y ronquidos, que ya dormían todos. A mi cansancio, sentado en aquel mueble monumental, le era difícil conciliar el sueño. Se oía un silencio de altura, de cumbres solitarias. Sólo algunos ladridos de perros astrales que cruzaban la noche, sólo un pitazo lejanísimo de navío que entraba o salía, me confirmaban la noche de Valparaíso.
De repente sentí una influencia extraña y arrobadora que me invadía. Era una fragancia montañosa, un olor a pradera, a vegetaciones que habían crecido con mi infancia y que yo había olvidado en el fragor de mi vida ciudadana. Me sentí reconciliado con el sueño, envuelto por el arrullo de la tierra maternal. ¿De dónde podría venir aquella palpitación silvestre de la tierra, aquella purísima virginidad de aromas? Metiendo los dedos por entre los vericuetos de mimbre del sillón colosal descubrí innumerables cajoncillos y, en ellos, palpé plantas secas y lisas, ramos ásperos y redondos, hojas lanceoladas, tiernas o férreas. Todo el arsenal salutífero de nuestro predicador vegetariano, el trasunto entero de una vida consagrada a recoger malezas con sus grandes manos de san Cristóbal exuberante y andarín. Revelado el misterio, me dormí plácidamente, custodiado por el aroma de aquellas hierbas guardianas.
En una calle estrecha de Valparaíso viví algunas semanas frente a la casa de don Zoilo Escobar. Nuestros balcones casi se tocaban. Mi vecino salía temprano al balcón y practicaba una gimnasia de anacoreta que revelaba el arpa de sus costillas. Siempre vestido con un pobre overol, o con unos raídos chaquetones, medio marino, medio arcángel, se había retirado hace tiempo de sus navegaciones, de la aduana, de las marinerías. Todos los días cepillaba su traje de gala con perfección meticulosa. Era una ilustre ropa de paño negro que nunca, por largos años, le vi puesta; un vestido que siempre guardó en el armario vetusto entre sus tesoros.
Pero su tesoro más agudo y más desgarrador era un violín Stradivarius que conservó celosamente toda su vida, sin tocarlo ni permitir que nadie lo tocara. Don Zoilo pensaba venderlo en Nueva York. Allí le darían una fortuna por el preclaro instrumento. A veces lo sacaba del pobre armario y nos permitía contemplarlo con religiosa emoción. Alguna vez viajaría al norte don Zoilo Escobar y regresaría sin violín, pero cargado de fastuosos anillos y con los dientes de oro que sustituirían en su boca a los huecos que fue dejando el prolongado correr de los años.
Una mañana no salió al balcón de gimnasia. Lo enterramos allá arriba, en el cementerio del cerro, con el traje de paño negro que por primera vez cubrió su pequeña osamenta de ermitaño. Las cuerdas del Stradivarius no pudieron llorar su partida. Nadie sabía tocarlo. Y, además, no apareció el violín cuando se abrió el armario. Tal vez voló hacia el mar, o hacia Nueva York, para consumar los sueños de don Zoilo.
Valparaíso es secreto, sinuoso, recodero. En los cerros se derrama la pobretería como una cascada. Se sabe cuánto come, cómo viste (y también cuánto no come y cómo no viste) el infinito pueblo de los cerros. La ropa a secar embandera cada casa y la incesante proliferación de pies descalzos delata con su colmena el extinguible amor.
Pero cerca del mar, en el plano, hay casas con balcones y ventanas cerradas, donde no entran muchas pisadas. Entre ellas estaba la mansión del explorador. Golpeé muchas veces seguidas con el aldabón de bronce, para que se oyera. Finalmente se acercaron tenues pasos y un rostro averiguante entreabrió el portalón con desconfianza, con deseos de dejarme afuera. Era la vieja criada de aquella casa, una sombra de pañolón y delantal que apenas susurraba sus pasos.
El explorador era también muy anciano y sólo él y la criada habitaban la espaciosa casa de ventanas cerradas. Yo había venido a conocer su colección de ídolos. Llenaban corredores y paredes las criaturas bermejas, las máscaras estriadas de blanco y ceniza, las estatuas que reproducían desaparecidas anatomías de dióses oceánicos, las resecas cabelleras polinésicas, los hostiles escudos de madera revestidos de piel de leopardo, los collares de dientes feroces, los remos de esquifes que quizá cortaron la espuma de las aguas afortunadas. Violentos cuchillos estremecían los muros con hojas plateadas que serpenteaban desde la sombra.
Observé que habían sido aminorados los dioses masculinos de madera. Sus falos estaban cuidadosamente cubiertos con taparrabos de tela, la misma tela que había servido de pañolón y delantal a la criada; era fácil comprobarlo.
El viejo explorador se desplazaba con sigilo por entre los trofeos. Sala tras sala me dio las explicaciones, entre perentorias e irónicas, de quien vivió mucho y continúa viviendo al rescoldo de sus imágenes. Su barbita blanca parecía la de un fetiche de Samoa. Me mostró las espingardas y los pistolones con los cuales persiguió al enemigo o hizo tocar el suelo al antílope y al tigre. Contaba sus aventuras sin alterar el tono de su murmullo. Era como si el sol entrase, a pesar de las ventanas cerradas, y dejara un solo pequeño rayo, una pequeña mariposa viva que revoloteara entre los ídolos.
Al partir le participé un proyecto de viaje mío hacia las Islas, mis deseos de salir muy pronto rumbo a las arenas doradas. Entonces, tras mirar hacia todos lados, acercó sus raídos bigotes blancos a mi oído y me deslizó temblorosamente: "Que no se entere ella, que no vaya a saberlo, pero yo también estoy preparando un viaje".
Se quedó así un instante, con un dedo en los labios, escuchando la probable pisada de un tigre en la selva. Y luego la puerta se cerró, oscura y súbita, como cuando cae la noche sobre el África.
Pregunté a los vecinos:
—¿Hay algún nuevo extravagante? ¿Vale la pena haber regresado a Valparaíso? Me respondieron:
—No tenemos casi nada de bueno. Pero si sigue por esa calle se va a topar con don Bartolomé.
—¿Y cómo voy a conocerlo?
—No hay manera de equivocarse. Viaja siempre en una carroza.
Pocas horas después compraba yo manzanas en una frutería cuando se detuvo un coche de caballos a la puerta. Bajó de él un personaje alto, desgarbado y vestido de negro.
También venía a comprar manzanas. Llevaba sobre el hombro un loro completamente verde que de inmediato voló hacia mí y se plantó en mi cabeza sin miramientos de ninguna clase.
—¿Es usted don Bartolomé? —pregunté al caballero.
—Esa es la verdad. Me llamo Bartolomé —y sacando la larga espada que llevaba bajo la capa me la pasó mientras llenaba su cesta con las manzanas y las uvas que compró. Era una antigua espada, larga y aguda, con empuñadura trabajada por florecientes plateros, una empuñadura como una rosa abierta.
Yo no lo conocía, nunca más volví a verle. Pero lo acompañé con respeto hasta la calle, luego abrí en silencio la puerta de su carruaje para que pasaran él y su cesto de frutas, y puse en sus manos, con solemnidad, el pájaro y la espada.
Pequeños mundos de Valparaíso, abandonados, sin razón y sin tiempo, como cajones que alguna vez quedaron en el fondo de una bodega y que nadie más reclamó, y no se sabe de dónde vinieron, ni se saldrán jamás de sus límites. Tal vez en estos dominios secretos, en estas almas de Valparaíso, quedaron guardadas para siempre la perdida soberanía de una ola, la tormenta, la sal, el mar que zumba y parpadea. El mar de cada uno, amenazante y encerrado: un sonido incomunicable, un movimiento solitario que pasó a ser harina y espuma de los sueños.
En las excéntricas vidas que descubrí me sorprendió la suprema unidad que mostraban con el puerto desgarrador. Arriba, por los cerros, florece la miseria a borbotones frenéticos de alquitrán y alegría. Las grúas, los embarcaderos, los trabajos del hombre cubren la cintura de la costa con una máscara pintada por la fugitiva felicidad. Pero otros no alcanzaron arriba, por las colinas; ni abajo, por las faenas. Guardaron en su cajón su propio infinito, su fragmento de mar.
Y lo custodiaron con sus armas propias, mientras el olvido se acercaba a ellos como la niebla.
Valparaíso a veces se sacude como una ballena herida. Tambalea en el aire, agoniza, muere y resucita.
Aquí cada ciudadano lleva en sí un recuerdo de terremoto. Es un pétalo de espanto que vive adherido al corazón de la ciudad. Cada ciudadano es un héroe antes de nacer. Por que en la memoria del puerto hay ese descalabro, ese estremecerse de la tierra que tiembla y el ruido ronco que llega de la profundidad, como si una ciudad submarina y subterránea echara a redoblar sus campanarios enterrados para decir al hombre que todo terminó.
A veces, cuando ya rodaron los muros y los techos entre el polvo y las llamas, entre los gritos y el silencio, cuando ya todo parecía definitivamente quieto en la muerte, salió del mar, como el último espanto, la gran ola, la inmensa mano verde que, alta y amenazante, sube como una torre de venganza barriendo la vida que quedaba a su alcance.
Todo comienza a veces por un vago movimiento, y los que duermen despiertan. El alma entre sueños se comunica con profundas raíces, con su hondura terrestre. Siempre quiso saberlo. Ya lo sabe. Luego, en el gran estremecimiento, no hay donde acudir, porque los dioses se fueron, las vanidosas iglesias se convirtieron en terrones triturados.
El pavor no es el mismo del que corre del toro iracundo, del puñal que amenaza o del agua que se traga. Este es un pavor cósmico, una instantánea inseguridad, el universo que se desploma y se deshace. Y mientras tanto suena la tierra con un sordo trueno, con una voz que nadie le conocía.
El polvo que levantaron las casas al desplomarse, poco a poco se aquieta. Y nos quedamos solos con nuestros muertos y con todos los muertos, sin saber por qué seguimos vivos.
Las escaleras parten de abajo y de arriba y se retuercen trepando. Se adelgazan como cabellos, dan un ligero reposo, se tornan verticales. Se marean. Se precipitan. Se alargan. Retroceden. No terminan jamás.
¿Cuántas escaleras? ¿Cuántos peldaños de escaleras? ¿Cuántos pies en los peldaños? ¿Cuántos siglos de pasos, de bajar y subir con el libro, con los tomates, con el pescado, con las botellas, con el pan? ¿Cuántos miles de horas que desgastaron las gradas hasta hacerlas canales por donde circula la lluvia jugando y llorando?
¡Escaleras!
Ninguna ciudad las derramó, las deshojó en su historia, en su rostro, las aventó y las reunió, como Valparaíso. Ningún rostro de ciudad tuvo estos surcos por los que van y vienen las vidas, como si estuvieran siempre subiendo al cielo, como si siempre estuvieran bajando a la creación.
¡Escaleras que a medio camino dieron nacimiento a un cardo de flores purpúreas! ¡Escaleras que subió el marinero que volvía del Asia y que encontró en su casa una nueva sonrisa o una terrible ausencia! ¡Escaleras por las que bajó como un meteoro negro un borracho que caía! ¡Escaleras por donde sube el sol para dar amor a las colinas!
Si caminamos todas las escaleras de Valparaíso habremos dado la vuelta al mundo.
¡Valparaíso de mis dolores!... ¿Qué pasó en las soledades del Pacífico Sur? ¿Estrella errante o batalla de gusanos cuya fosforescencia sobrevivió a la catástrofe?
¡La noche de Valparaíso! Un punto del planeta se iluminó, diminuto, en el universo vacío. Palpitaron las luciérnagas y comenzó a arder entre las montañas una herradura de oro.
La verdad es que luego la inmensa noche despoblada desplegó colosales figuras que multiplicaban la luz. Aldebarán tembló con su pulso remoto, Casiopea colgó su vestidura en las puertas del cielo, mientras sobre la esperma nocturna de la Vía Láctea rodaba el silencioso carro de la Cruz Austral.
Entonces, Sagitario, enarbolante y peludo, dejó caer algo, un diamante de sus patas perdidas, una pulga de su pellejo distante.
Había nacido Valparaíso, encendido y rumoroso, espumoso y meretricio.
La noche de sus callejones se llenó de náyades negras. En la oscuridad te acecharon las puertas, te aprisionaron las manos, las sábanas del sur extraviaron al marinero. Poiyanta, Tritetonga, Carmela, Flor de Dios, Multicula, Berenice, "Baby Sweet", poblaron las cervecerías, custodiaron los náufragos del delirio, se sustituyeron y se renovaron, bailaron sin desenfreno, con la melancolía de mi raza lluviosa.
Desde el puerto salieron a conquistar ballenas los más duros veleros. Otros navíos partieron hacia las Californias del oro, Los últimos atravesaron los siete mares para recoger más tarde en el desierto chileno el nitrato que yace como polvo innumerable de una estatua demolida bajo las más secas extensiones del mundo.
Estas fueron las grandes aventuras.
Valparaíso centelleó a través de la noche universal. Del mundo y hacia el mundo surgieron navíos engalanados como palomas increíbles, barcos fragantes, fragatas hambrientas que el Cabo de Hornos había retenido más de la cuenta... Muchas veces los hombres recién desembarcados se precipitaban sobre el pasto... Feroces y fantásticos días en que los océanos no se comunicaban sino por las lejanías del estrecho patagónico. Tiempos en que Valparaíso pagaba con buena moneda a las tripulaciones que la escupían y la amaban.
En algún barco llegó un piano de cola; en otro pasó Flora Tristan, la abuela peruana de Gauguin; en otro, en el "Wager", llegó Robinson Crusoe, el primero, de carne y hueso, recién recogido en Juan Fernández... Otras embarcaciones trajeron piñas, café, pimienta de Sumatra, bananas de Guayaquil, té con jazmines de Assam, anís de España... La remota bahía, la oxidada herradura del Centauro, se llenó de aromas intermitentes: en una calle te asaltaba una dulzura de canela; en otra, como una flecha blanca, te atravesaba el alma el olor de las chirimoyas; de un callejón salía a combatir contigo el detritus de algas del mar, de todo el mar chileno.
Valparaíso, entonces, se iluminaba y asumía un oro oscuro; se fue transformando en un naranjo marino, tuvo follaje, tuvo frescura y sombra, tuvo esplendor de fruta.
Las cumbres de Valparaíso decidieron descolgar a sus hombres, soltar las casas desde arriba para que éstas titubearan en los barrancos que tiñe de rojo la greda, de dorado los dedales de oro, de verde huraño la naturaleza silvestre. Pero las casas y los hombres se agarraron a la altura, se enroscaron, se clavaron, se atormentaron, se dispusieron a lo vertical, se colgaron con dientes y uñas de cada abismo. El puerto es un debate entre el mar y la naturaleza evasiva de las cordilleras. Pero en la lucha fue ganando el hombre. Los cerros y la plenitud marina conformaron la ciudad, y la hicieron uniforme, no como un cuartel, sino con la disparidad de la primavera, con su contradicción de pinturas, con su energía sonora. Las casas se hicieron colores: se juntaron en ellas el amaranto y el amarillo, el carmín y el cobalto, el verde y el purpúreo. Así cumplió Valparaíso su misión de puerto verdadero, de navío encallado pero viviente, de naves con sus banderas al viento. El viento del Océano Mayor merecía una ciudad de banderas.
Yo he vivido entre estos cerros aromáticos y heridos. Son cerros suculentos en que la vida golpea con infinitos extramuros, con caracolismo insondable y retorcijón de trompeta. En la espiral te espera un carrusel anaranjado, un fraile que desciende, una niña descalza sumergida en su sandía, un remolino de marineros y mujeres, una venta de la más oxidada ferretería, un circo minúsculo en cuya carpa sólo caben los bigotes del domador, una escala que sube a las nubes, un ascensor que asciende cargado de cebollas, siete burros que transportan agua, un carro de bomberos que vuelve de un incendio, un escaparate en que se juntaron botellas de vida o muerte.
Pero estos cerros tienen nombres profundos. Viajar entre estos nombres es un viaje que no termina, porque el viaje de Valparaíso no termina ni en la tierra, ni en la palabra. Cerro Alegre, Cerro Mariposa, Cerro Polanco, Cerro del Hospital, de la Mesilla, de la Rinconada, de la Lobería, de las Jarcias, de las Alfareras, de los Chaparro, de la Calahuala, del Litre, del Molino, del Almendral, de los Pequeños, de los Chercanes, de Acevedo, del Pajonal, del Presidio, de las Zorras, de doña Elvira, de San Esteban, de Astorga, de la Esmeralda, del Almendro, de Rodríguez, de la Artillería, de los Lecheros, de la Concepción, del Cementerio, del Cardonal, del Árbol Copado, del Hospital Inglés, de la Palma, de la Reina Victoria, de Carvallo, de San Juan de Dios, de Pocuro, de la Caleta, de la Cabritería, de Vizcaya, de don Elías, del Cabo, de las Cañas, del Atalaya, de la Parrasia, del Membrillo, del Buey, de la Florida.
Yo no puedo andar en tantos sitios. Valparaíso necesita un nuevo monstruo marino, un octopiemas, que alcance a recorrerlo. Yo aprovecho su inmensidad, su íntima inmensidad, pero no logro abarcarlo en su diestra multicolora, en su germinación siniestra, en su altura o su abismo.
Yo sólo lo sigo en sus campanas, en sus ondulaciones y en sus nombres.
Sobre todo, en sus nombres, porque ellos tienen raíces y radícula, tienen aire y aceite, tienen historia y ópera: tienen sangre en las sílabas.
CÓNSUL DE CHILE EN UN AGUJERO
Un premio literario estudiantil, cierta popularidad de mis nuevos libros y mi capa famosa, me habían proporcionado una pequeña aureola de respetabilidad, más allá de los círculos estéticos. Pero la vida cultural de nuestros países en los años 20 dependía exclusivamente de Europa, salvo contadas y heroicas excepciones. En cada una de nuestras repúblicas actuaba una "élite" cosmopolita y, en cuanto a los escritores de la oligarquía, ellos vivían en París. Nuestro gran poeta Vicente Huidobro no sólo escribía en francés sino que alteró su nombre y en vez de Vicente se transformó en Vincent.
Lo cierto es que, apenas tuve un rudimento de fama juvenil, todo el mundo me preguntaba en la calle:
—Pero, ¿qué hace usted aquí? Usted debe irse a París. Un amigo me recomendó al jefe de un departamento en el Ministerio de Relaciones. Fui recibido de inmediato. Ya conocía mis versos.
—Conozco también sus aspiraciones. Siéntese en ese sillón confortable. Desde aquí tiene una buena vista hacia la plaza, hacia la feria de la plaza. Mire usted esos automóviles. Todo es vanidad. Feliz usted que es un joven poeta. ¿Ve usted ese palacio? Era de mi familia. Y usted me tiene ahora aquí, en este cuchitril, envuelto en burocracia. Cuando lo único que vale es el espíritu. ¿Le gusta a usted Tchaikovski?
Después de una hora de conversación artística, al darme la mano de la despedida, me dijo que no me preocupara del asunto, que él era el director del servicio consular.
—Puede considerarse usted desde ya designado para un puesto en el exterior.
Durante dos años acudí periódicamente al gabinete del atento jefe diplomático, cada vez más obsequioso. Apenas me veía aparecer llamaba con displicencia a uno de sus secretarios y, enarcando las cejas, le decía:
—No estoy para nadie. Déjeme olvidar la prosa cotidiana. Lo único espiritual en este ministerio es la visita del poeta. Ojalá nunca nos abandone.
Hablaba con sinceridad, estoy seguro. Acto seguido me conversaba sin tregua de perros de raza. "Quien no ama a los perros no ama a los niños." Seguía con la novela inglesa, después pasaba a la antropología y al espiritismo, para detenerse más allá en cuestiones de heráldica y genealogía. Al despedirme repetía una vez más, como un secreto temible entre los dos, que mi puesto en el extranjero estaba asegurado. Aunque yo carecía de dinero para comer, salía a la calle esa noche respirando como un ministro consejero. Y cuando mis amigos me preguntaban qué andaba haciendo, yo me daba importancia y respondía:
—Preparo mi viaje a Europa.
Esto duró hasta que me encontré con mi amigo Bianchi. La familia Bianchi de Chile es un noble clan. Pintores y músicos populares, juristas y escritores, exploradores y andinistas, dan tono de inquietud y rápido entendimiento a todos los Bianchi. Mi amigo, que había sido embajador y conocía los secretos ministeriales, me preguntó:
—¿No sale aún tu nombramiento?
—Lo tendré de un momento a otro, según me lo asegura un alto protector de las artes que trabaja en el ministerio. Se sonrió y me dijo:
—Vamos a ver al ministro.
Me tomó de un brazo y subimos las escaleras de mármol. A nuestro paso se apartaban apresuradamente ordenanzas y empleados. Yo estaba tan sorprendido que no podía hablar. Por primera vez veía a un ministro de Relaciones Exteriores. Este era muy bajito de estatura y, para amortiguarlo, se sentó de un salto en el pupitre. Mi amigo le refirió mis impetuosos deseos de salir de Chile. El ministro tocó uno de sus muchos timbres y pronto apareció, para aumentar mi confusión, mi protector espiritual.
—¿Qué puestos están vacantes en el servicio? —le dijo el ministro.
El atildado funcionario, que ahora no podía hablar de Tchaikovski, dio los nombres de varias ciudades diseminadas en el mundo, de las cuales sólo alcancé a pescar un nombre que nunca había oído ni leído antes: Rangoon.
—¿Dónde quiere ir, Pablo? —me dijo el ministro.
—A Rangoon —respondí sin vacilar.
—Nómbrelo —ordenó el ministro a mi protector, que ya corría y volvía con el decreto.
Había un globo terráqueo en el salón ministerial. Mi amigo Bianchi y yo buscamos la ignota ciudad de Rangoon. El viejo mapa tenía una profunda abolladura en una región del Asia y en esa concavidad lo descubrimos.
—Rangoon. Aquí está Rangoon.
Pero cuando encontré a mis amigos poetas, horas más tarde, y quisieron celebrar mi nombramiento, resultó que había olvidado por completo el nombre de la ciudad. Sólo pude explicarles con desbordante júbilo que me habían nombrado cónsul en el fabuloso Oriente y que el lugar a que iba destinado se hallaba en un agujero del mapa.
MONTPARNASSE
Un día de junio de 1927 partimos hacia las remotas regiones. En Buenos Aires cambiamos mi pasaje de primera por dos de tercera y zarpamos en el "Badén". Este era un barco alemán que se decía de clase única, pero esa "única" debe haber sido la quinta. Los turnos se dividían en dos: uno para servir rápidamente a los inmigrantes portugueses y gallegos; y otro para los demás pasajeros surtidos, en especial alemanes que volvían de las minas o de las fábricas de América Latina. Mi compañero Alvaro hizo una clasificación inmediata de las pasajeras. Era un activo tenorio. Las dividió en dos grupos. Las que atacan al hombre y las que obedecen al látigo. Estas fórmulas no siempre se cumplían. Tenía toda clase de trucos para apoderarse del amor de las señoras. Cuando asomaba en el puente un par de pasajeras interesantes, me tomaba rápidamente una mano y fingía interpretar sus líneas, con ademanes misteriosos. A la segunda vuelta las paseantes se detenían y le suplicaban que les leyera el destino. En el acto les tomaba las manos acariciándoselas excesivamente y siempre el porvenir que les leía les pronosticaba una visita a nuestro camarote.
Por mi parte, el viaje de pronto se transformó y dejé de ver a los pasajeros que protestaban ruidosamente por el eterno menú de "Kartoffel"; dejé de ver el mundo y el monótono Atlántico para sólo contemplar los ojos oscuros y anchos de una joven brasileña, infinitamente brasileña, que subió al barco en Río de Janeiro, con sus padres y sus dos hermanos.
La Lisboa alegre de aquellos años con pescadores en las calles y sin Salazar en el trono, me llenó de asombro. En el pequeño hotel la comida era deliciosa. Grandes bandejas de fruta coronaban la mesa. Las casas multicolores; los viejos palacios con arcos en la puerta; las monstruosas catedrales como cascarones, de las que Dios se hubiera ido hace siglos a vivir a otra parte; las casas de juego dentro de antiguos palacios; la multitud infantilmente curiosa en las avenidas; la duquesa de Braganza, perdida a razón, andando hierática por una calle de piedras, seguida por cien chicos vagabundos y atónitos; ésa fue mi entrada a Europa. Y luego Madrid con sus cafés llenos de gente; el bonachón Primo de Rivera dando la primera lección de tiranía a un país que iba a recibir después la lección completa. Mis poemas iniciales de Residencia en la tierra que los españoles tardarían en comprender; sólo llegarían a comprenderlos más tarde, cuando surgió la generación de Alberti, Lorca, Aleixandre, Diego. Y España fue para mí también el interminable tren y el vagón de tercera más duro del mundo que nos dejó en París. Desaparecíamos entre la multitud humeante de Montparnasse, entre argentinos, brasileños, chilenos. Aún no soñaban el aparecer los venezolanos, sepultados entonces bajo el reino de Gómez. Y más allá los primeros hindúes con sus trajes talares. Y mi vecina de mesa, con su culebrita enrollada al cuello, que tomaba con melancólica lentitud un café créme. Nuestra colonia sudamericana bebía cognac y bailaba tangos, esperando la menor oportunidad para armar alguna colosal trifulca y pegarse con medio mundo.
Para nosotros, bohemios provincianos de la América del Sur, París, Francia, Europa, eran doscientos metros y dos esquinas:
Montparnasse, La Rotonde, Le Dome, La Coupole y tres o cuatro cafés más. Las boites con negros comenzaban a estar de moda. Entre los sudamericanos, los argentinos eran los más numerosos, los más pendencieros y los más ricos. A cada instante se formaba un tumulto y un argentino era elevado entre cuatro garzones, pasaba en vilo sobre las mesas y era rudamente depositado en plena calle. No les gustaban nada a nuestros primos de Buenos Aires esas violencias que les desplanchaban los pantalones y, más grave aún, que los despeinaban. La gomina era parte esencial de la cultura argentina en aquella época.
La verdad es que en esos primeros días de París, cuyas horas volaban, no conocí un solo francés, un solo europeo, un solo asiático, mucho menos ciudadanos del África y de la Oceanía. Los americanos de lengua española, desde los mexicanos hasta los patagónicos, andaban en corrillos, contándose los defectos, disminuyéndose los unos a los otros, sin poder vivir los unos sin los otros. Un guatemalteco prefiere la compañía de un vagabundo paraguayo, para perder el tiempo en forma exquisita, antes que la de Pasteur.
Por esos días conocí a César Vallejo, el gran cholo; poeta de poesía arrugada, difícil al tacto como piel selvática, pero poesía grandiosa, de dimensiones sobrehumanas.
Por cierto que tuvimos una pequeña dificultad apenas nos conocimos. Fue en La Rotonde. Nos presentaron y, con su pulcro acento peruano, me dijo al saludarme:
—Usted es el más grande de todos nuestros poetas. Sólo Rubén Darío se le puede comparar.
—Vallejo —le dije—, si quiere que seamos amigos nunca vuelva a decirme una cosa semejante. No sé dónde iríamos a parar si comenzamos a tratarnos como literatos.
Me pareció que mis palabras le molestaron. Mi educación antiliteraria me impulsaba a ser mal educado. El, en cambio, pertenecía a una raza más vieja que la mía, con virreinato y cortesía. Al notar que se había resentido, me sentí como un rústico inaceptable.
Pero aquello pasó como una nubecilla. Desde ese mismo momento fuimos amigos verdaderos. Años más tarde, cuando me detuve por un tiempo mayor en París, nos veíamos diariamente.
Entonces lo conocí más y más en intimidad. Vallejo era más bajo de estatura que yo, más delgado, más huesudo. Era también más indio que yo, con unos ojos muy oscuros y una frente muy alta y abovedada. Tenía un hermoso rostro incaico entristecido por cierta indudable majestad. Vanidoso como todos los poetas, le gustaba que le hablaran así de sus rasgos aborígenes. Alzaba la cabeza para que yo la admirara y me decía:
—Tengo algo, ¿verdad? —y luego se reía sigilosamente de sí mismo.
Era muy diferente su entusiasmo al que expresaba a veces Vicente Huidobro, poeta antípoda de Vallejo en tantas cosas. Huidobro se dejaba caer un mechón en la frente, metía los dedos en el chaleco, erguía el busto y preguntaba:
—¿Notan mi parecido con Napoleón Bonaparte? Vallejo era sombrío tan sólo externamente, como un hombre que hubiera estado en la penumbra, arrinconado durante mucho tiempo. Era solemne por naturaleza y su cara parecía una máscara inflexible, cuasi hierática. Pero la verdad interior no era ésa. Yo lo vi muchas veces (especialmente cuando lográbamos arrancarlo de la dominación de su mujer, una francesa tiránica y presumida, hija de concerge), yo lo vi dar saltos escolares de alegría. Después volvía a su solemnidad y a su sumisión.
De pronto surgió de las sombras de París ese mecenas que siempre estuvimos esperando y que nunca llegaba. Era un chileno, escritor, amigo de Rafael Alberti, de los franceses, de medio mundo. También, y como cualidad aún más importante, era el hijo del dueño de la compañía naviera más grande de Chile. Y famoso por su prodigalidad.
Aquel mesías recién caído del cielo quería festejarme y nos condujo a todos a una boite de rusos blancos llamada La Bodega Caucasiana. Las paredes estaban decoradas con trajes y paisajes del Caucas. Pronto nos vimos rodeados de rusas, o falsas rusas, ataviadas como campesinas de las montañas.
Condón, que así se llamaba nuestro anfitrión, parecía el último ruso de la decadencia. Frágil y rubio, pedía inagotablemente champaña y daba saltos enloquecidos, imitando los bailes de cosacos que no había visto jamás.
—¡Champaña, más champaña! —e inesperadamente se desplomó nuestro pálido y millonario anfitrión. Quedó depositado bajo la mesa, profundamente dormido, como el cadáver exangüe de un caucasiano exterminado por un oso.
Un temblor helado nos recorrió. El hombre no despertaba ni con compresas de hielo, ni con botellas de amoníaco destapadas junto a su nariz. Ante nuestro desamparado desconcierto nos abandonaron todas las bailarinas, menos una. En los bolsillos de nuestro invitador no hallamos sino un decorativo libro de cheques que, en sus condiciones cadavéricas, no podía firmar.
El cosaco mayor de la boite exigía el pago inmediato y cerraba la puerta de salida para que no escapáramos. Sólo pudimos salvarnos del encerradero dejando allí empeñado mi flamante pasaporte diplomático.
Salimos con nuestro millonario exánime a cuestas. Nos costó un esfuerzo gigantesco acarrearlo a un taxi, incrustarlo en él, desembarcarlo en su fastuoso hotel. Lo dejamos en brazos de dos inmensos porteros de libretas rojas que se lo llevaron como si trasladaran a un almirante caído en el puente de su navío.
En el taxi nos esperaba la muchacha de la boite, la única que no nos abandonó en nuestro infortunio. Alvaro y yo la invitamos a Les Halles, a saborear la sopa de cebollas del amanecer. Le compramos flores en el mercado, la besamos en reconocimiento a su conducta samaritana, y nos dimos cuenta de que tenía cierto atractivo. No era bonita ni fea, pero la rehabilitaba la nariz respingada de las parisienses. Entonces la invitamos a nuestro misérrimo hotel. No tuvo ninguna complicación en irse con nosotros.
Se fue con Alvaro a su habitación. Yo caí rendido en mi cama, pero de pronto sentí que me zamarreaban. Era Alvaro. Su cara de loco apacible me pareció un tanto extraña.
—Pasa algo —me dijo—. Esta mujer tiene algo excepcional, insólito, que no te podría explicar. Tienes que probarla de inmediato.
Pocos minutos después la desconocida se metió soñolienta e indulgentemente en mi cama. Al hacer el amor con ella comprobé su misterioso don. Era algo indescriptible que brotaba de su profundidad, que se remontaba al origen mismo del placer, al nacimiento de una ola, al secreto genésico de Venus. Alvaro tenía razón.
Al día siguiente, en un aparte del desayuno, Alvaro me previno en español:
—Si no dejamos de inmediato a esta mujer, nuestro viaje será frustrado. No naufragaríamos en el mar, sino en el sacramento insondable del sexo.
Decidimos colmarla de pequeños regalos: flores, chocolates y la mitad de los francos Que nos quedaban. Nos confesó que no trabajaba en el cabaret caucasiano; que lo había visitado la noche antes por primera y única vez. Luego tomamos un taxi con ella. El chofer atravesaba un barrio indefinido cuando le ordenamos detenerse. Nos despedimos de ella con grandes besos y la dejamos ahí, desorientada pero sonriente.
Nunca más la vimos.
VIAJE AL ORIENTE
Tampoco olvidaré el tren que nos llevó a Marsella, cargado como una cesta de frutas exóticas, de gente abigarrada, campesinas y marineros, acordeones y canciones que se coreaban en todo el coche: íbamos hacia el mar Mediterráneo, hacia las puertas de la luz... Era en 1927. Me fascinó Marsella con su romanticismo comercial y el Vieux Port alado de velámenes hirvientes con su propia, tenebrosa turbulencia. Pero el barco de las Messageries Martims en el cual tomamos pasaje hasta Singapur, era un pedazo de Francia en el mar, con su petite bourgeoisie que emigraba a ocupar puestos en las lejanas colonias. Durante el viaje, al observar los de la tripulación nuestras máquinas de escribir y nuestro papeleo de escritores, nos pidieron que les tecleáramos a máquina sus cartas. Recogíamos al dictado increíbles cartas de amor de la marinería, para sus novias de Marsella, de Burdeos, del campo. En el fondo no les interesaba el contenido, sino que fueran hechas a máquina. Pero cuanto en ellas decían era como poemas de Tristan Corbiére, mensajes todos rudos y tiernos. El Mediterráneo se fue abriendo a nuestra proa con sus puertos, sus alfombras, sus traficantes, sus mercados. En el Mar Rojo el puerto de Djibuti me impresionó. La arena calcinada, surcada tantas veces por el ir y venir de Arthur Rimbaud; aquellas negras estatuarias con sus cestas de fruta; aquellas chozas miserables de la población primitiva; y un aire destartalado en los cafés aclarados por una luz vertical y fantasmagórica... Allí se tomaba té helado con limón.
Lo importante era ver qué pasaba en Shangai por la noche. Las ciudades de mala reputación atraen como mujeres venenosas. Shangai abría su boca nocturna para nosotros dos, provincianos del mundo, pasajeros de tercera clase con poco dinero y con una curiosidad triste.
Entramos a uno y a otro de los grandes cabarets. Era una noche de media semana y estaban vacíos. Resultaba deprimente ver aquellas inmensas pistas de baile, construidas como para que bailaran centenares de elefantes, donde no bailaba nadie. En las esquinas opacas surgían esqueléticas rusas del zar que bostezaban pidiéndonos que las convidáramos a tomar champaña. Así recorrimos seis o siete de los sitios de perdición donde lo único que se perdía era nuestro tiempo.
Era tarde para regresar al barco que habíamos dejado muy distante, detrás de las entrecruzadas callejuelas del puerto. Tomamos un ricksha para cada uno. Nosotros no estábamos acostumbrados a ese transporte de caballos humanos. Aquellos chinos de 1928 trotaban, tirando sin descansar del carrito, durante largas distancias.
Como había empezado a llover y se acentuaba la lluvia, nuestros rickshamen detuvieron con delicadeza sus carruajes. Taparon cuidadosamente con una tela impermeable las delanteras de los rickshas para que ni una gota salpicara nuestras narices extranjeras. "Qué raza tan fina y cuidadosa. No en balde transcurrieron dos mil años de cultura", pensábamos Alvaro y yo, cada uno en su asiento rodante.
Sin embargo, algo comenzó a inquietarme. No veía nada, encerrado bajo un cerco de cumplidas precauciones, pero sí oía, a pesar de la tela engomada, la voz de mi conductor que emitía una especie de zumbido. Al ruido de sus pies descalzos se unieron luego otros ruidos rítmicos de pies descalzos que trotaban por el pavimento mojado. Finalmente se amortiguaron los ruidos, signo de que el pavimento había concluido. Seguramente marchábamos ahora por terrenos baldíos, fuera de la ciudad.
De repente se detuvo mi ricksha. El conductor desató con destreza la tela que me protegía de la lluvia. No había ni sombra de barco en aquel suburbio despoblado. La otra ricksha estaba parada a mi lado y Alvaro se bajó desconcertado de su asiento.
—¡Money! ¡Money! —repetían con voz tranquila los siete u ocho chinos que nos rodeaban.
Mi amigo esbozó el ademán de buscarse un arma en el bolsillo del pantalón, y eso bastó para que ambos recibiéramos un golpe en la nuca. Yo caí de espaldas, pero los chinos me tomaron la cabeza en el aire para impedir el encontronazo, y con suavidad me dejaron tendido sobre la tierra mojada. Hurgaron con celeridad en mis bolsillos, en mi camisa, en mi sombrero, en mis zapatos, en mis calcetines y en mi corbata, derrochando una destreza de malabaristas. No dejaron un centímetro de ropa sin trajinar, ni un céntimo del único y poco dinero que teníamos. Eso sí, con la gentileza tradicional de los ladrones de Shangai, respetaron religiosamente nuestros papeles y nuestros pasaportes.
Cuando quedamos solos caminamos hacia las luces que se divisaban a la distancia. Encontramos pronto centenares de chinos nocturnos pero honrados. Ninguno sabía francés, ni inglés, ni español, pero todos quisieron ayudarnos a salir de nuestro desamparo y nos guiaron de cualquier modo hasta nuestro suspirado, paradisíaco camarote de tercera.
Llegamos al Japón. El dinero que esperábamos, proveniente de Chile, debía hallarse ya en el consulado. Hubimos de alojarnos, mientras tanto, en un refugio de marineros, en Yokohama. Dormíamos sobre malos jergones. Se había roto un vidrio, nevaba, y el río nos llegaba al alma. Nadie nos hacía caso. Cierta madrugada, un barco petrolero se partió en dos frente a la costa japonesa y el asilo se llenó de náufragos. Entre ellos había un marinero vasco que no sabía hablar ningún idioma, salvo el español y el suyo, y que nos contó su aventura: durante cuatro días y noches se mantuvo a flote en un trozo del buque, rodeado por las olas de fuego del petróleo encendido. Los náufragos fueron abastecidos de cobertores y provisiones, y el vasco, ¡generoso muchacho!, se convirtió en nuestro protector.
En contraste, el cónsul general de Chile —me parece que se llamaba De la Marina o De la Rivera—nos recibió desde su altura empingorotada, haciéndonos comprender nuestra pequeñez de náufragos. No disponía de tiempo. Tenía que comer esa noche con la condesa Yufú San, Lo invitaba la corte imperial a tomar el té. O estaba embebido en profundos estudios sobre la dinastía reinante.
—Qué hombre más fino el emperador, etcétera.
No. No tenía teléfono. ¿Para qué tener teléfono en Yokohama? Sólo lo llamarían en japonés. En cuanto a noticias de nuestro dinero, el director del banco, íntimo amigo suyo, no le había comunicado nada. Sentía mucho despedirse. Lo esperaban en una recepción de gala. Hasta mañana.
Y así todos los días. Abandonábamos el consulado tiritando de frío porque nuestra ropa se había disminuido en el atraco y sólo disponíamos de unos pobres suéters de náufragos. El último día nos enteramos de que nuestros fondos habían llegado a Yokohama antes que nosotros. El banco había enviado tres avisos al señor cónsul y aquel engolado maniquí y altísimo funcionario no se había dado cuenta de un detalle como ése, tan por debajo de su rango. (Cuando leo en los periódicos que algunos cónsules son asesinados por compatriotas enloquecidos, pienso con nostalgia en aquel ilustre condecorado.) Aquella noche nos fuimos al mejor café de Tokio, el "Kuroncko", en la Ghinza. Se comía bien por esos tiempos en Tokio, amén de la semana de hambre que sazonaba los manjares. En la buena compañía de deliciosas muchachas japonesas, brindamos muchas veces en honor de todos los viajeros desdichados desatendidos por los cónsules perversos que andan desparramados por el mundo.
Singapur. Nos creíamos al lado de Rangoon. ¡Amarga desilusión! Lo que en el mapa era la distancia de algunos milímetros se convirtió en pavoroso abismo. Varios días de barco nos esperaban y, para complemento, el único que hacía la travesía había partido hacia Rangoon el día anterior. No teníamos para pagar el hotel ni los pasajes. Nuestros nuevos fondos nos esperaban en Rangoon.
¡Ah! Pero por algo existe el cónsul de Chile en Singapur, mi colega. El señor Mansilla acudió presuroso. Poco a poco su sonrisa se fue debilitando hasta desaparecer de un todo y dejar sitio a un rictus de irritación, —¡No puedo ayudarles en nada. Acudan al ministerio! Invoqué inútilmente la solidaridad de los cónsules. El hombre tenía cara de carcelero implacable. Tomó su sombrero, y ya corría hacia la puerta cuando se me ocurrió una idea maquiavélica:
—Señor Mansilla, voy a verme obligado a dar algunas conferencias sobre nuestra patria, con entrada pagada, para reunir el dinero del pasaje. Le ruego conseguirme el local, un intérprete y el permiso necesario. El hombre se puso pálido:
—¿Conferencias sobre Chile en Singapur? No lo permito. Esta es mi jurisdicción y nadie más que yo puede hablar aquí de Chile.
—Cálmese, señor Mansilla —le respondí—. Mientras más personas hablemos de la patria lejana, tanto mejor. No veo por que se irrita usted.
Finalmente transamos en aquella extravagante negociación con cariz de patriótico chantaje. Tembloroso de furia nos hizo firmar diez recibos y nos alargó el dinero. Al contarlo observamos que los recibos eran por una cantidad mayor.
—Son los intereses —nos explicó. (Diez días después le enviaría yo el cheque de reembolso de Rangoon, pero sin incluir los intereses, naturalmente.) Desde la cubierta del barco que llegaba a Rangoon, vi asomar el gigantesco embudo de oro de la gran pagoda Swei Dagon. multitud de trajes extraños agolpaban su violento colorido en el muelle. un río ancho y sucio desembocaba allí, en el golfo de artabán. Este río tiene el nombre de río más bello entre todos los ríos del mundo: Irrawadhy.
Junto a sus aguas comenzaba mi nueva vida.
ALVARO
...Diablo de hombre este Alvaro... Ahora se llama Alvaro de Silva... Vive en Nueva York... Casi toda su vida la pasó en la selva neoyorkina... Lo imagino comiendo naranjas a horas insultantes, quemando con el fósforo el papel de los cigarrillos, haciendo preguntas vejatorias a medio mundo... Siempre fue un maestro desordenado, poseedor de una brillante inteligencia, inteligencia inquisitiva que parece no llevara a ninguna parte, sino a Nueva York. Era en 1925... Entre las violetas que se le escapaban de la mano cuando corría a llevárselas a una transeúnte desconocida, con la cual quería acostarse de inmediato, sin saber ni cómo se llamaba, ni de dónde era, y sus interminables lecturas de Joyce, me reveló a mí, y a muchos otros, insospechadas opiniones, puntos de vista de gran ciudadano que vive dentro de la urbe, en su cueva, y sale a otear la música, la pintura, los libros, la danza...
Siempre comiendo naranjas, pelando manzanas, insoportable dietético, asombrosamente entrometido en todo, por fin veíamos al antiprovinciano de los sueños, que todos los provincianos habíamos querido ser, sin las etiquetas pegadas a las valijas, sino circulando dentro de sí, con una mezcla de países y conciertos, de cafés al amanecer, de universidades con nieve en el tejado... Llegó a hacerme la vida imposible... Yo adonde llego asumo un sueño vegetal, me fijo un sitio y trato de echar alguna raíz, para pensar, para existir... Alvaro andaba de una electricidad a otra, fascinado con los films en que podríamos trabajar, vistiéndonos inmediatamente de musulmanes para ir a los estudios... Por ahí andan retratos míos en traje bengalí (como me quedaba sin hablar creyeron en la cigarrería, en Calcuta, que yo era de la familia de Tagore) cuando acudíamos a los estudios Dum—Dum para ver si nos contrataban... Y luego había que salir corriendo de la YMCA porque no habíamos pagado el alojamiento... Y las enfermeras que nos amaban... Alvaro se metió en fabulosos negocios... Quería vender té de Assam, telas de Cachemira, relojes, tesoros antiguos... Todo se dilapidaba pronto... Dejaba las muestras de Cachemira, las bolsitas de té sobre las mesas, sobre las camas... Ya había tomado una valija y estaba en otra parte... En Munich... En Nueva York...Si yo he visto escritores, continuos, indefectibles, prolíficos, es éste el mayor... Casi nunca publica... No comprendo... Ya en la mañana, sin salir de la cama, con unas gafas encaramadas en la jorobilla de la nariz, está delé que delé a la máquina de escribir, consumiendo resmas de toda clase de papel, de todos los papeles... Sin embargo, su movilidad, su criticismo, sus naranjas, sus cíclicas transmisiones, su cueva de Nueva York, sus violetas, su embrollo que parece tan claro, su claridad tan embrollada... No sale de él la obra que siempre se esperó... Será porque no le da la gana... Será porque no puede hacerla... Porque está tan ocupado... Porque está tan desocupado... Pero lo sabe todo, lo mira todo a través de los continentes con esos ojos azules intrépidos, con ese tacto sutil que deja sin embargo que se escurra entre sus dedos la arena del tiempo...

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